Valdemar Ayala
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CienciaCierta #39, Julio – Septiembre 2014
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Lo primero por decir quiero decirlo acerca de este libro como objeto, al que encuentro cómodo y agradable, con su formato tipo libreta francesa que se agradece por su fácil manejo. Esta publicación es un recuento hecho con la finalidad de poner al alcance del lector una integración inédita del tema hasta ahora: la producción fílmica en el estado de Nuevo León y la partici-pación de neoleonenses en la creación cinematográfica nacional De panzazo.
El L volumen está claramente estructurado a partir de identificar las etapas de la presencia de Nuevo León en el cine. Primero 1) la silente, en los inicios del siglo XX; luego 2) la industrial representada sobre todo en el quehacer de dos famosos realizadores de la Epoca de Oro, Alejandro Galindo y Rogelio A. González; posteriormente, 3) el esperpéntico género del “cabrito western” y la crisis del cine industrial al que por sí solo ejemplifica; 4) la etapa experimental generada en los 60 y 70, y posteriormente enriquecida por parte por los primeros egresados de la carrera de Ciencias de la Comunicación en distintas universidades; y finalmente 5) el surgi-miento de la producción actual, ampliada y ramificada desde la última década del siglo XX y lo que va del XXI, etapa en la cual, a mi entender, está cumpliendo una función de legitimación cultural significativa la participación de muchos productos en concursos y festivales fílmicos dentro y fuera del territorio neoleonés.
Este libro también es hijo de este último auge, que en los pasados 15 años ha devenido en distintos procesos y actividades pro-cinematográficas, especialmente en Monterrey (incremento de producciones, constitución de la Cineteca de NL, levanta-miento de un padrón de profesionales del campo cinematográfico en sus distintas áreas, establecimiento del fideicomiso Promocine, inicio y consolidación del Festival Internacional de Cine de Monterrey, etc.).
Es plausible que el principal criterio que privó para este recuento haya sido la “visibilidad” de las películas incluidas: al menos una proyección o exhibición pública, para ser tomadas en cuenta. Cine que no se ve, corazones que lo ignoran.
La publicación parte de referir datos invaluables de los inicios de la actividad de proyecciones y filmaciones en Nuevo León en los albores del siglo XX, y nos regala varias luminosas joyas aquí citadas por nuestros autores, desde otras investigaciones fuente…
Surgen así entrañables recordatorios y citas ilustrativas, por ejemplo, acerca de que entre el año 1916 y el 1918, en tiempos en los que se continuaban las pugnas surgidas de la Revolución Mexicana, se exhibía en Monterrey el clásico xenofóbico El naci-miento de una nación de David Wark Griffith; o la referencia de la maravillosamente titulada película de ficción pionera Landeros nos toma el pelo, de 1922, iniciadora prácticamente de este género en la enti-dad… Reflexiono sobre el adecuadísimo nombre y me animo a imaginar, en ese tenor, películas de autores actuales de reconocimiento mundial a las cuales les quedaría convenientemente tal tipo de título: “Tim Burton nos toma el pelo”, “James Cameron nos toma el pelo”, e incluso más: “Spielberg nos toma el pelo”.
Asimismo, en tanto elemento indispensable del imaginario regio junto a los Tigres y los Rayados, la carne asada de fin de semana y la devoción católica la cerveza no podía estar ausente de los albores de la acti-vidad fílmica neoleonesa, y así lo constatan nuestros autores al referir la primera película filmada en la enti-dad, el documental La Cervecería Cuauhtémoc de Monterrey de Carlos Mongrand y 1907.
Más datos interesantes se acumulan tras las pri-meras páginas del libro, y así nos enteramos de que la primera producción extranjera filmada en Nuevo León es de 1938 y se titula Adventures of Chico, aunque infortunadamente no se trata de una aventura en solitario de uno de los Marx, sin Groucho, Harpo y Zeppo, lo cual la hubiera hecho una rareza aún más llamativa para la historia del cine.
Gracias al detallismo de nuestros autores para la presentación de las fichas que representan la mayor parte del volumen, ya desde los inicios de la produ-cción de cine en Nuevo León y hasta la etapa reciente que ellos denominan postmoderna, se percibe como rasgo constante el cumplimiento, por la necesidad pero también por el entusiasmo emprendedor, de rasgos técnicos derivados de la diversificación de los oficios fílmicos, pero desarrollados por parte de una sola persona, el director de la cinta, coincidiendo con una de las singularidades típicas del cine “de autor” según los cánones 1cahierianos, pues se repiten con insistencia en múltiples referencias los nombres del respectivo realizador que a la vez produce, hace su guión, fotografía, edita o actúa, inclusive. No me parece poco que a lo largo de los años esta condición se haya convertido en una cualidad evidente derivada de la férrea voluntad de hacer películas, y esta característica repetida en diversos casos ya ha ido reduciéndose conforme se ha dado cada vez más la profesionalización especializada de los oficios cinema-tográficos en la entidad. Aun así, queda también este volumen como muestra clara de los afanes, las virtudes y las capacidades de ubicuidad de gente como José S. Ortiz quien incluso fue exhibidor, al ofrecer su casa como lugar de proyecciones, Gherardo Garza Fausti, René U. Villarreal, Víctor Saca, Tin Dirdamal y Marcelino Calzada, entre otros… Hom-bres orquesta que lo han sido por su insobornable amor al cine.
Desde la lectura de un servidor, Nuevo León como locación sería un subapartado posible, y en él lucirían varios datos que nos brindan Diana y Maxi-miliano, llevándonos a reconocer a Monterrey como una ciudad con vocación lógica para una mani-festación anticomunista (ya lo decía hace algunos años un escritor regio: “En Monterrey sólo hay dos climas: la primavera y la burguesía”), y tal acto sucedió en 1936 y fue filmado por Gustavo Sáenz de Sicilia. También los autores nos llevan a: considerar a Guadalupe, Santa Catarina y la capital del estado como entornos ideales para ver llorar al “Caballo Blanco”, Agapito Treviño (Pedro Infante), como lloran los valientes cuando siguen las indicaciones de Ismael Rodríguez; a tener en cuenta los alrededores de la regiomontana colonia Vista Hermosa que fun-gieron como sede para recibir al recio director estadounidense Sam Peckinpah y parte de su historia de un escuadrón de la muerte a la antigüita, en Juramento de venganza de 1965, con el gran Richard Harris, James Coburn y el insoportablemente belicoso Charlton Heston (pregúntenle a Michael Moore si no me creen); a dignificar las grutas de García y el cañón de la Huasteca como emplaza-mientos significativos para las iniciáticas experiencias del Topo en su transformación jodorowskiana léase “delirante” que da pie a este western único de vertiente zen, como lo califican con tino nuestros autores.
Hay un planteamiento en el libro que, debo decir, no me satisface del todo, y por ello considero que los pronunciamientos autorales del “legítimo reclamo” y la “reapropiación” del legado de Alejandro Galindo y Rogelio A. González en tanto cineastas neoleoneses pudieran ser tema de debate, pues me parecen principalmente, y para bien, argumentos que validan la inclusión de las voluminosas filmografías validan la inclusión de las voluminosas filmografías de ambos realizadores como un aporte de este libro, pero también, para no tan bien, pueden interpretarse como inconsistentes reclamos desde la patria chica.

Fuente: www.benitomovieposter.com
Ahora bien, reconozco que las dudas que este punto me provoca son, al menos, hijas de unas circunstancias específicas que mencionaré a continuación, pero no por ello quiero dejar de compartir con ustedes estas reflexiones. Innegablemente, dando por sentada la existencia de los documentos que lo comprueban, ambos directores son neoleo-neses de nacimiento, cosa que yo desconocía, pero ¿sus carreras y sus productos lo son? Y, en todo caso, ¿es relevante plantearse eso más allá del presente volumen que gustosamente hoy presentamos? (Hago referencia a las circunstancias a partir de las cuales surgieron en mí este tipo de preguntas: por un lado, el recordar esa innecesaria y derrotada gestión que he escuchado aquí, en esta ciudad, durante años, por forzadamente tratar de hacer de Julio Torri un “escritor saltillense”; y, por otro lado, me es imposible obviar estos cuestionamientos ya que, cuando leía dicha sección del libro, justo en esos días inició en distintos medios esa casi barroca discusión pública dentro de ciertos sectores culturales del país, acerca de si “Gravedad” de Poncho Cuarón era o no era una “película mexicana”, como si el temor a la soledad más absoluta y a la aniquilación física fueran patrimonio de alguna nación o raza, y para lo cual la mordaz y simpática inteligencia de Juan Villoro tuvo la más adecuada y justa respuesta irónica con la cual, a mi entender, zanjó tal diatriba absurda). Pese a todo, definitivamente agradezco a nuestros autores que me sacaran de esa cierta ignorancia por la que desconocía que González y Galindo eran de Nuevo León, y debo confesar que especialmente en el segundo caso mi sorpresa al enterarme no fue poca, ya que difícilmente podría encontrar en el cine nacional una película que mejor reflejara la ruptura generacional característica de las clases medias en la capital del país alrededor de los años 50 del siglo XX que Una familia de tantas, probablemente la obra maestra de su autor, filmada en 1949. Y por ello dejo la pregunta en el aire: Galindo, al filmarla, ¿fue un cineasta más neoleonés que chilango, o tal vez incluso un tanto tarahumara o huichol?
En cuanto a la parte del libro que refiere al infumable “cabrito western” me veo impelido, antes que nada, a desmarcarme: les aseguro que un servidor no tiene ningún parentesco con el multicitado guionista Carlos Valdemar, quien con sus 12 inter-venciones en igual número de películas de este apartado, parece haber sido toda una autoridad en el fino arte de confeccionar historias de narcos, chicas del talón y pistoleros almados como los hermanos Almada… ¡hasta los dientes!
Lo segundo que quiero decir sobre este apartado es que amé, paradójicamente, reconocerme en él por un aspecto: algunas de las salas en las cuales estos bodrios se estrenaban en la ciudad de México, fueron los cines de barrio que estaban cerca de mi casa: el Mitla, el Marina, el Popotla, a los cuales alguna vez asistí porque mis padres me llevaron a ver aquella delirante odisea del Gordo y el Flaco empecinados contra las fuerzas de gravedad, tratando de subir un piano por una angosta escalinata, o para conocer y encantarme aún antes de gatear con la gracia singularísima de “Piporro” en El rey del tomate, como el norteñísimo sin igual. Los olores fétidos provenientes de los baños de esos cines de barriada son algo que no registré, y sólo supe de ellos por lo que me platicaba muchos años después, ahora años atrás, mi adorada mamá. Pero esos tufos, de seguro, fueron lo de menos para el niño que fui.
De las varias virtudes de este libro, la divulgación informativa me parece la esencial. Por ello, al paso de las páginas va sobresaliendo la amplitud de datos que permiten a todo lector identificar y conocer aspectos constantes y muestras cabales del crecimiento de la actividad cinematográfica en Nuevo Léon a través de las décadas, y esto se perfila con más claridad hacia la última parte del libro, en la cual se hace referencia a las producciones desde finales de los años 60 en adelante. La filmación en pleno 1968 de una adaptación del Demian de Herman Hesse, por parte de Guillermo Cerda, no puede dejar de ser vista como una señal cultural de los tiempos que corrían entonces. A su vez, el mediometraje El desencarnado filmado por René Villarreal en 1979 sobre un relato de Salvador Elizondo, merece reconocerse como una importante producción en 16 mm que seguramente fue digna merecedora del premio obtenido en el afamado Festival de Cine Fantástico de Sitges, y la cual me encantaría conocer. Y aquí, precisamente, ligo tal declaración con mis últimos comentarios acerca de este libro, refiriéndome a otro de sus logros.
La posibilidad de aprovechar Nuevo León en el cine como una guía de consumo cinéfilo, resulta cercana y muy atractiva, ya que, gracias a lo expresado por Diana y Maximiliano dentro de la publicación, son varias las películas citadas que resultan de real interés para quienes esperamos, a partir de ahora, ampliar nuestro conocimiento más directo de las producciones filmadas en o fuera de Nuevo León por autores estatales o foráneos, especialmente con respecto a aquellas realizadas en las últimas décadas que han sido de franca bonanza para la actividad cinematográfica de la entidad. Ya sea por lo sugerente de las temáticas sintetizadas por nuestros autores en las sinopsis, o por las participaciones y premios obtenidos en festivales internacio-nales tan reconocidos Venecia, Rotterdam, Moscú, Locarno, Tries-te, Londres, Viena, Göteborg, Copenha-gen, Málaga, Durban, Sao Paulo, Río de Ja-neiro, La Habana, Car-tagena de Indias, More-lia, Guadalajara, la gira de Ambulante y el pro-pio Festival Interna-cional de Cine de Monterrey, este enco-miable trabajo de Diana González y Maximi-liano Maza ha generado en un servidor una au-téntica motivación para ver Norteño corazón = amor tarahumara de Eduardo Barraza, De nadie y Ríos de hombres de Tin Dirdamal, Así de Jesús Mario Lozano, Cochochi y Jean Gentil de Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán, Cumbia callera de René U. Villarreal, Flores para el soldado de Garza Yáñez-Galo-García Hernández, El día de Tao, Amor del regio de varios directores, y Ventanas al mar de Jesús Mario Lozano, entre otras películas que forman parte del acervo referido dentro del libro que hoy tenemos el gusto de presentar a ustedes.
* El presente texto se leyó el 29 de abril del año en curso, durante la presentación del libro
Nuevo León en el cine. El autor es Coordinador del Diplomado de Apreciación Cinematográfica
y del Cine Debate del Recinto Cultural “Aurora Morales de López” de la Universidad Autónoma de Coahuila.
1Término en referencia a la revista Cahiers du Cinemá, donde los entonces jóvenes críticos Truffaut, Godard y Rohmer, principalmente, desarrollaron a partir de la segunda mitad de la década de los 50 del siglo pasado la Teoría del Autor, con la cual reconsideraron con otra mirada la historia del cine, ponderando especialmente las búsquedas artísticas de los realizadores, definidos como “autores”, en tanto que imponían una forma subjetiva, personal, de llevar a cabo sus obras fílmicas, lo cual era producto, en buena medida, de su participación directa en el cumplimiento de varias de las tareas cinematográficas, como escribir el guion, hacerse cargo de la fotografía, actuar en sus propias películas, etc.
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CienciaCierta #39, Julio – Septiembre 2014
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