Mi historia lectora

Salvador Hernández Vélez

 

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CienciaCierta #38, abril-junio 2014
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De niño viví en una comunidad minera del estado de Durango, en Acacio, está a la mitad sobre la línea de ferrocarril entre la ciudad de México y Ciudad Juárez. No llegábamos a un centenar de familias. La comunidad no contaba co

Había una pequeña capilla católica. La escuela primaria apenas tenía dos salones. En uno se impartían clases para alumnos de primer y segundo grado, por una profesora que estaba más preocupada en que llegara el fin de semana para Regresar a su casa, que en enseñar. En la otra aula, el profesor y director, Salvador Camacho, atendía simultáneamente de tercero a sexto grado. Esto permitía una retroalimentación cotidiana de los estudios. Durante cuatro años, escuché las clases de cuatro grados. La SEP no reconocía los estudios de quinto y sexto y para contar con la acreditación solicitábamos al inspector de la zona escolar de la cabecera municipal, nos aplicase un examen a título de suficiencia. De todos las alumnos que acudimos a presentarlo ninguno reprobamos. Nos preparábamos durante todo el año. Además de acudir a clases de lunes a viernes, por la mañana y por la tarde, los sábados asistíamos a clases extraordinarias.

Este contexto formativo, llevado con una gran responsabilidad y compromiso, se complementaba con la atención de mi mamá, Doña Manuela Vélez, para hacer las tareas. Ella logró terminar la educación primaria, influenciada por su tía Rosa Adriano, quien trabajaba con el boticario de Viesca, Coahuila. La directora de la escuela, María Martínez, capacitó a mi mamá para auxiliar en las clases de educación primaria. Estas circunstancias, en la escuela y en casa, posibilitaron el inicio del proceso de construcción social de la práctica lectora que ahora comparto.

Aquirir el hábito de la lectura exige campos de prácticas que guíen y estructuren el proceso. En mi caso, éstos los cultivaron mi mamá y mi profesor. La repetición continua e intencional en un contexto sociocultural adecuado consigue, finalmente, construir prácticas lectoras. En mi caso, lo hicieron posible mis hábitos, la atención concienzuda, de mi profesor y de mi mamá, y las pláticas de sobremesa con mi abuelo paterno, Enrique Hernández. Él era autodidacta, no terminó la educación primaria, sin embargo era un excelente narrador de historias. En las noches de mi infancia, me contaba, a su modo, los libros que él leía en la sierra. Nos embelesaba a mí, a mis hermanos, a sus hijos y demás nietos. Para hacerla de emoción, nos compar-tía la historia fragmentada. Una noche sólo una parte, en las siguientes noches la terminaba. Los relatos versaban sobre bandidos, vaqueros, la Revolución, o las vidas de inmigrantes. Creo que algunas las inventaba. Muchos años tardé en hacer un símil entre la ingeniosa Cherezada de Las mil y una noches y mi abuelo Enrique.

Así como el niño al caminar reproduce el andar de su abuelo o de su papá, o las costumbres de su ma-má, las prácticas lectoras son producto, de la herencia, las experiencias y el contexto sociocultural. En mi infancia sólo leí libros de texto, El solitario del Teira, que nos contó mi abuelo, lo disfrué cumplidos mis 37 años, gracias a una copia que me regaló la hija de un minero. Mi historia lectora arrancó en la secundaria, con los textos que me prestaban mis amigos Eduardo Quintanar Sarellana, José Abraham de León Fong y Gerardo Sánchez Medinilla. Ellos sí contaban con libros diferentes, en mi casa apenas alcanzaba para comprar los escolares.

En la preparatoria, en Torreón, fui condiscípulo de Antonio Antolín Fonseca, hijo un maestro español republicano, emigrado; un hombre muy culto que poseía una amplia biblioteca. Mi primer acercamiento a ese acervo fue a consecuencia del cuestionamiento que recibí de su hijo; Toño tenía quince años y medio y había leído la obra de Cervantes antes de cumplir diez, me sermoneó lo siguiente: “¿ya leíste el Quijote de la Mancha?” Ante mi negativa, a boca de jarro me acusó de ignorante. Fuimos a su casa y me dio el libro con el agregado: “Léelo, para que se te quite lo ignorante”. Lo leí, aunque lo ignorante me lo sigo sacudiendo.

Antolín hijo y el que esto relata aprovechábamos los días de falta colectiva (no pocos) y las vacaciones, para estudiar un promedio de 12 al día. Tomábamos libros de álgebra, de geometría analítica o de cálculo diferencial y los regresábamos a hasta resolver todos los problemas. Nos hicimos autodidactas.

Cuando ingresé al Tecnológico Regional de La Laguna, a estudiar ingenieía, supe que las faltas no contaban y decidí no asistir a clases y estudiar por mi cuenta en la biblioteca, lo hacía de las siete de la mañana hasta la tarde y sólo presentaba exámenes. Pienso que el sistema de enseñanza escolar impide que los alumnos sean sujetos de su propio apren-dizaje, por lo que no se hacen lectores.

Narraré dos anécdotas alrededor de la lectura, la primera de cuando fui profesor de matemáticas en la ahora Facultad de Ingeniería Civil de la UAdeC en Torreón. Un compañero, en una junta de profesores me preguntó: “¿es cierto que el libro, que llevas a la clase de matemáticas, es de poesía?” Asentí con la cabeza. Y agregó: “¿no te estarás volviendo joto?” Por entonces, aprovechaba mis horas libres para leer literatura. La materia que impartía la había afianzado en la maestría y no tenía que prepararla.

La segunda anécdota tiene que ver con las críticas al presidente Peña por no haber contestado cuáles eran sus tres libros favoritos, me hicieron el mismo cuestio-namiento. Contesté que mis tres textos predilectos son el Álgebra de Baldor, Geometría analítica de Anfossi y Cálculo diferencial e integral de Granville, Smith y Longley. Los periodistas dijeron que esos no contaban. Les afirmé que son mis favoritos, e incluso por ello estudié la maestría en matemática educativa. También les compartí otros textos literarios: La resistencia, de Sábato; Para nacer he nacido, de Neruda y En el mismo barco de Peter Sloterdijk. Y les dejé la pregunta: “¿ustedes ya los leyeron?”

Desde 2008 decidí leer un libro por semana. Quise ser irlandés, no mexicano, porque nosotros seguimos leyendo medio libro por año. He cumplido: a inicio de este año, leí diez libros en una semana.

Finalmente, tuve dos oportunidades específicas para fomentar la lectura. Desde agosto de 2010, du-rante un año, conduje con Renata Chapa el programa radiofónico Que hablen los libros. Recibíamos invitados, quienes escogían un libro, nosotros lo leíamos y lo comentábamos juntos. Se transmitía semanalmente y duraba una hora, terminó porque la radiodifusora cerró, pero fue una excelente expe-riencia.

La otra fue con militantes del PRI Torreón. En conmemoración del Centenario de la Revolución Mexicana, en 2010 coordiné un maratón lector, durante todo el mes de noviembre 30 grupos de 30 personas disfrutaron de la lectura en atril de un libro diario. Los resultados superaron mis expectativas: a fin de mes se leyeron 42 libros sobre la Revolución Mexicana y justo el día 20, en 112 diferentes lugares de la ciudad, se leyeron, al unísono, textos cortos sobre el tema.

Estas experiencias muestran que la gente quiere leer. Considero que fomentar institucionalmente la lectura, como sucede aquí mismo, en este momento, ayuda a reconstruir el tejido social y a desarrollar prácticas comunitarias que fomenten ciudadanía.

Si para que haya democracia debe haber demó-cratas, para que haya ciudadanos debe haber lectores. Sin lectura, no hay cultura.

Post Author: CC

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